Como todo en la vida, los cristianos esperan con devoción, humildad y expectación la llega de la navidad. Pero antes se trata de la noche buena y un día antes –como hoy- nos encontramos en la víspera de la víspera…

En el relato de la Biblia, nos encontramos al final del viaje de la pareja elegida, José y María, que en condiciones muy rudimentarias se encaminaban hacia Belén por caminos precarios y sin saber a ciencia cierta lo que les podría esperar al llegar a destino.

Lo que sí era cierto es que María se encontraba a finales de su período de gestación.  Y que en el pueblo nadie les esperaba. No parientes, no amigos, ningún comité de bienvenida. Era la incertidumbre como la que enfrentan tantos jóvenes que se van de casa en búsqueda de nuevos horizontes y oportunidades que a veces se presentan. A veces no.

Pero el camino estaba allí o por lo menos la distancia que debían cubrir. La fe también les acompañaba. En que estaban haciendo lo correcto. Y que al final de su jornada tendrían más explicaciones, o por lo menos un mejor entendimiento de todas esta historia extraordinaria, que comenzó con una declaración del ángel.

“No tengan miedo” fue la primera afirmación de ese ser espiritual que solo ellos podían ver. ¿Miedo? Por supuesto que sí y mucho. Porque a nadie se le aparecen los ángeles cada día. Sí, todos tendríamos miedo y por mucho tiempo.

La llegada de ese primer hijo de María venía con promesas. Era el Emanuel, Dios con nosotros que llegaba a este necesitado mundo. Y ella estaba dispuesta a aceptar no solo el anuncio, sino a ese hijo que prometía tanto.

De José y de su asombro, se encarga el ángel de disipar dudas y temores. Por eso es que toma a María y emprende ese viaje largo, larguísimo procurando alcanzar un pueblecillo sin mucha historia o importancia en el medio oriente, pero que ellos harían famoso y conocido universalmente. Hasta se cantarían villancicos destacando el nombre del lugar. Porque allí nacería el Salvador del mundo.