(Segundo artículo de una serie)
Los seres humanos –tan dados a endiosar a otros seres humanos- hablan del Dali Lama, del Papa católico y de otros dirigentes religiosos como “su santidad”, despegándoles así del resto de los mortales, como si en realidad tal estado de santidad existiera a este lado de la creación, caída y manchada por el pecado.
Pero no, no existen tales santos capaces de vivir vidas sin pecado ni tampoco hay seres humanos capaces de transferir ese estado especial de impecabilidad a otros humanos que descubren en su propia experiencia que no hay escape a esa condición nuestra.
En un comienzo las cosas no eran así en el cristianismo primitivo. Los obispos o presbíteros de la iglesia del primer y segundo siglo de nuestra era eran tan simples y tan mortales como el que más, tanto que algunos fueron ejecutados por el imperio romano que les acusaba de sediciosos por no querer reconocer la autoridad y al césar –que según los romanos- era la encarnación de la divinidad.
De pronto y ante la constantinación de la iglesia (cuando Constantino, el emperador creyó ver una señal que sólo él vio en donde bajo la figura de una cruz que tenía las palabras “bajo este signo vencerás”), el cristianismo adquirió el status de religión oficial del sacro imperio romano.
“Legalizador de la religión cristiana por el Edicto de Milán en 313, Constantino es conocido también por haber refundado la ciudad de Bizancio (actual Estambul, en Turquía), llamándola «Nueva Roma» o Constantinopla (Constantini-polis; la ciudad de Constantino). Convocó el Primer Concilio de Nicea en 325, que otorgó legitimidad legal al cristianismo en el Imperio romano por primera vez” (http://es.wikipedia.org/wiki/Constantino_I_(emperador)).
Después de eso, la religión cristiana se fue acostumbrando a los títulos, ornamentos y como no, a las posesiones materiales que le hacen justicia al refranero popular: “el dinero no hace la felicidad, pero ayuda…”.
Ninguna expresión del cristianismo (léase denominación, grupo o iglesia cristiana) puede pretender desconocer la verdad esencial de la Biblia que “no hay nadie bueno, solo Dios” y además que “todos somos pecadores y estamos destituidos de la gloria de Dios”.
Al hombre Ratzinger, nuestra solidaridad ante el encuentro con su propio descubrimiento de la vejez, falta de energía y además pérdida de control ante la gigantesca organización que le tocó dirigir. Si a eso añadimos la falta de santidad que nos enfrenta ante la justicia de Dios, le encomendamos solo a la gracia divina que puede verle santo únicamente mediante la santidad de Jesucristo, quien murió y se ofreció por los pecados de todos nosotros, incluyendo a este y a los otros papas que le han precedido antes.
Guillermo Serrano, Viernes 22 de Febrero, 2013.