Se celebra a lo largo y ancho de las denominaciones cristianas la ocasión cuando Jesús entró en Jerusalén. Y las expectativas de las personas eran diferentes. Jesús -nos lo advierten los evangelios- sabía a lo venía y aunque doloroso, estaba preparado. Los discípulos, siempre ignorante y quizá sin la capacidad de retención como para recordar lo que su Maestro les había dicho que sucedería. La jerarquía religiosa del momento sospechosa y hasta un poco histérica ante la pérdida de poder y de influencia si el nazareno se hacía fuerte. Los romanos siempre dispuestos a reprimir cualquier acto sedicioso, y las muchedumbres ansiosas de más señales y prodigios que les introdujera a situaciones de privilegio y de poder que les había sido arrebatada hacía ya siglos.
El relato del evangelio de Lucas es directo y claro: “Conforme Jesús avanzaba, la gente tendía sus capas por el camino. Y al acercarse a la bajada del Monte de los Olivos, todos sus seguidores comenzaron a gritar de alegría y a alabar a Dios por todos los milagros que habían visto. Decían:
—¡Bendito el Rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!
Entonces algunos fariseos que había entre la gente le dijeron: —Maestro, reprende a tus seguidores. –Pero Jesús les contestó: —Les digo que si éstos se callan, las piedras gritarán.
Cuando llegó cerca de Jerusalén, al ver la ciudad, Jesús lloró por ella, diciendo: «¡Si en este día tú también entendieras lo que puede darte paz! Pero ahora eso te está escondido y no puedes verlo. Pues van a venir para ti días malos, en que tus enemigos harán un muro a tu alrededor, y te rodearán y atacarán por todos lados, y te destruirán por completo. Matarán a tus habitantes, y no dejarán en ti ni una piedra sobre otra, porque no reconociste el momento en que Dios vino a visitarte.»
La visita de Jesús a Jerusalén -la última- tenía el propósito de cumplir con la voluntad de Dios, para que se consumara la redención del ser humano al ofrecer el Mesías su vida “en rescate por muchos” al decir de la Escritura. Las masas no lo entenderían de inmediato. Pero algunos sí, cuando arrepentidos pudieran confesar sus pecados y hacer suyas la promesa de salvación.
El nazareno no se deja llevar por el entusiasmo de las masas que querían hacerlo rey y tener así al líder que lograra la liberación de los opresores romanos. Su misión es otra. Entregar su vida para otros pudieran vivir.
Como entonces, hoy celebramos el Domingo de Ramos o de palmas. Y los niños de las iglesias alrededor del mundo cantan y marchan con ramas de árboles para imitar a esos que lo hicieron hace dos mil años.
Este domingo señala el comienzo de la semana santa. Muchas cosas suceden en esta última semana de vida de Jesús. Todas ellas son importantes. Haríamos bien en estar atentos.
(Guillermo Serrano, Domingo 25 de marzo, 2018).