Pues sí, todos cometemos errores cuando de la predicación se trata. Es que dependiendo de muchos factores, a veces convertimos la predicación en:
(1) la exhibición de nuestra buena memoria. ¡Procuramos deslumbrar con citas bíblicas y llenamos la presentación con pasajes y textos que a veces no encuentran una conexión con el tema planteado.
Lo peor es la reiteración de textos que suenan bien a nuestro oído y que se constituyen en nuestros favoritos, pero que no le dicen mucho a los que nos oyen.
(2) jugar mal con las palabras y su significado. Clásico ejemplo de esto es el predicador que basó toda su exposición en que ahora que somos adultos no debemos jugar como los niños, cuando el pasaje del NT habla de juzgar.
(3) viajar por el texto bíblico como un tren excursionista. Los había y los hay. Como los trenes que nos llevan a mostrar los paisajes y bellezas naturales, existen los predicadores que inician en cada sermón su viaje a través de la Biblia y que nunca se detienen en ninguna parte, dejando al auditorio muy confundido con respecto al posible significado de la homilía.
(4) aprovechar la tribuna para ventilar asuntos personales. El sermón es para edificar a una congregación, no para atacar a aquellos que actuando de buena o de mala fe nos han hecho daño u ofendido. Recordamos al profesor que siendo exiliado por el dictador de turno, retomó su cátedra, después de varios decenios y simplemente habló estas breves palabras introductorias ante los estudiantes que esperaban expectante su discurso de revancha: “decíamos ayer…”
(5) permitirle a los árboles que no nos dejen ver el bosque. Así sucede con las innumerables ilustraciones y ejemplos con los que se adornan algunos predicadores, creyendo que todo sermón necesita siempre de todas las analogías e historietas que mantengan a los oyentes atentos (y en algunos casos, despiertos). Existe una explicación para este contar y recontar historias en el púlpito: la falta de preparación e investigación hermenéutica del texto…
(6) no creer en lo que se dice. Esa parece ser la actitud de muchos los que predican cuando se limitan a citar pasajes y textos bíblicos con la misma convicción con la que se refieren cuando hablan de libros, revistas o periódicos. El oyente medio puede detectar cuando el que expone cree o no en lo que está diciendo.
(7) algo que no es desánimo ni enfermedad, sólo falta de entusiasmo. No nos confundamos. El entusiasmo no puede reemplazar a la convicción, a la fe que siempre debe animarnos. Pero el entusiasmo es la disposición natural de quien utiliza los dones y recursos humanos buena y sabiamente. Una congregación que sufre cada domingo con un predicador desanimado sufre dos veces.
(8) el último mensaje, por lo tanto tiene que ser largo. Así parecen pensar algunos expositores que simplemente no pueden limitarse en el tiempo. ¡Piensan que todo lo que les viene a la mente tienen necesariamente que decirlo! No saben del valor de los silencios intencionados como parte del sermón. Tampoco saben del silencio final, cuando el que predica debe concluir su disertación. Los que tenemos el privilegio de utilizar la tribuna pública para decir lo que tenemos que decir, nunca debemos olvidar que la atención del que nos oye está muy limitada y que nada contribuye mejor a la distracción que nuestra propia verborrea.
(9) oscurecer en lugar de aclarar. Como sucede en todas las áreas de la vida, a veces nos enamoramos de ciertos textos difíciles para los cuales creemos que tenemos la mejor y la más brillante explicación. Y cuando tenemos la oportunidad hacemos uso del privilegio de la predicación para demostrar esa habilidad que está muy clara en nuestra mente. Habilidad que no parece estar en los que nos oyen y que se van su casa frustrados porque nunca han comprendido al predicador tan brillante que les ha tocado en suerte. El arte de la predicación está en aclarar y poner en relieve las enseñanzas claras de las Escrituras, no en oscurecer el significado con pasajes que sí son difíciles de entender.
(10) hablar sólo de lo bueno o únicamente de lo malo. Las necesidades humanas se equilibran entre las cosas que hacemos bien y aquellas que hacemos mal. La predicación y la enseñanza no pueden ser sólo la exposición del catálogo del pecado cada semana, como tampoco puede ser la reafirmación de una bondad que no existe en forma natural en el hombre. La Biblia estimula, manda, exhorta, consuela, condena y también salva. El predicador que toma las Escrituras en serio, sabe que debe establecer ese balance en su planeamiento de la predicación, de manera que su congregación salga siempre edificada y con una palabra de esperanza. No debemos olvidar el consejo del viejo predicador que decía que sus mensajes tenían que durar por lo menos hasta el viernes en la mente y en el corazón de los que asistían a su iglesia…
(Guillermo Serrano, La Predicación como imagen de la Palabra © 2014)