El odio racial o por causa de la religión es irracional. Pero existe, incluso en las redes sociales.

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Nos ha parecido bien, aquí en Ministerio Reforma, reproducir el comentario de Susan Shapiro, publicado en 20 de enero a las 6:00 am en el periódico Washington Post (reproducimos también el artículo en inglés).

Porque la irracionalidad que se apodera de los seres humanos no tiene explicación. Y a veces no tiene cura. A menos que una fuerza externa intervenga y cure las heridas y cicatrices que deja el prejuicio y el odio.

Jesucristo dejó la puerta abierta a la sanación cuando habló de “nacer de nuevo”. Ese nacimiento no es posible, a menos que sea Dios quien lo produzca, como lo explica el evangelio de Juan en el primer capítulo.

Esto es lo que dice el evangelio citado: “Aquel que es la Palabra estaba en el mundo; y, aunque Dios hizo el mundo por medio de él, los que son del mundo no lo reconocieron. Vino a su propio mundo, pero los suyos no lo recibieron. Pero a quienes lo recibieron y creyeron en él, les concedió el privilegio de llegar a ser hijos de Dios. Y son hijos de Dios, no por la naturaleza ni los deseos humanos, sino porque Dios los ha engendrado”.

 

Español:

Por qué dejé de eliminar a todos en Facebook que no estuvieran de acuerdo conmigo

Por Susan Shapiro. 20 de enero a las 6:00 am (Publicado em el Washington Post).
Susan Shapiro es profesor New School y coautor de «La Lista de Bosnia.»
(Reuters / Regis Duvignau / Archivos)

Como profesor de periodismo, había tomado la decisión de ser políticamente neutral en las redes sociales. A continuación, un ex estudiante de origen egipcio publicó en Twitter acerca de «criminales de guerra israelíes» con una esvástica junto a la bandera israelí.

Soy una Judía con muchos parientes queridos en la Tierra Santa, y yo estaba enojada. Quería evitar la gratificación instantánea de una respuesta aguda; este problema no se resolvería mediante la difusión de bromas o frases cortas a mis 10.000 seguidores y fans, muchos de los cuales habían tomado mis clases. Pero al día siguiente, un amigo de los Balcanes Facebook registró una llamada a «enjuiciar a Israel para detener el genocidio sionista.» Mi presión arterial se elevó. Lo borré de la lista de seguidores y también dejé de seguir a mi estudiante egipcio, aliviada ahora al no tener a estos dos en mi lista de noticias.

Racionalicé mi elección. En los últimos 21 años, había ayudado a la gente de todos los orígenes que publican gritos de guerra contra el racismo, la homofobia y la xenofobia que habían experimentado. Fui coautor de un libro con mi fisioterapeuta bosnio, escribiendo sobre la campaña de limpieza étnica contra los musulmanes en la guerra de los Balcanes de 1992. Esta persona me ayudó con la terapia en mi espina dorsal dañada mientras yo le ayudé a documentar su trauma infantil. Pero cuando esos Balcanios de los que me haba hecho amiga lanzaban diatribas antiisraelíes en Instagram, Twitter y Tumblr, yo no quería escucharlos. Yo quería aplastarlos.

Y yo no estaba sola en el bloqueo de la andanada de las crudas opiniones en los medios de comunicación social. El discurso del odio durante la guerra de Gaza el verano pasado provocó que un amigo judío desactivara su cuenta de Facebook por completo. Asqueado por sentimientos racistas que justifican la brutalidad policial en Ferguson, Missouri, un estudiante afroamericano mío alejó a los fanáticos de sus listas y contactos, declarando en su biografía de Twitter: «Si las discusiones sobre el racismo hacen te hacen sentir incómodo, evita todo lo que escribo». Siempre que la raza, la religión y la violencia se cruzan en las noticias, el instinto es extirpar al otro lado de la pantalla.

Pero la idea de crear una caja de resonancia de sólo puntos de vista de apoyo es preocupante. Que hubiera eliminado a dos personas cuyos comentarios publicados yo aborrecía, borrándolos de la vista, tal vez agravaba el dilema subyacente. Estos no eran anónimos del Internet o extraños; eran humanos que conocía y que me agradaban en mi salón de clases.

Yo enseño a escribir a tiempo parcial en la New School de Manhattan para el Compromiso Social, fundada como una Universidad en el exilio en 1933, un paraíso para los estudiosos que huían de la Alemania nazi. Después de publicar un libro que condenaba los prejuicios contra los musulmanes bosnios, ya no podía encoger la defensa de mi propia tribu.

Cuando un alumno americano sirio publicó «Enjuiciar sionistas ocupantes» con imágenes de árabes asesinados por Judíos, me dejó muy mal. En un mensaje privado, escribí: «Esta última guerra comenzó cuando tres adolescentes israelíes fueron asesinados y se lanzaron 1000 misiles contra nosotros «, y repetí la observación del presidente Obama de que «Israel tiene derecho a defenderse contra lo que considero ataques inexcusables de Hamas. Una discípula turca publicó un folleto sobre el Israel de «décadas de tiranía de los palestinos”. Yo le envie un correo electrónico directamente, preguntando «¿Qué haría usted si su casa fuera atacada con armas, y sus hijos fueran secuestrados y asesinados? Difundir el antisemitismo no ayudará a nadie «.

“!Estar en desacuerdo con Israel no me hace antisemita!» Me respondió inmediatamente.

Todo esto me hizo sentir muy incómoda. Con todo, le remití un análisis de la revista Atlantic de cómo el llamado poderoso lobby judío fue eclipsado por 54 estados de mayoría musulmana en la ONU. El artículo explicaba que cierto contenido em la Internet hablaba de una «abierta y descarada expresión de ódio anti Judío», un recordatorio de que uma parte  del mundo «no se opone a Israel debido a su política de asentamientos, sino porque es un país judío.»

Él, por su parte, regresó con un artículo del Huffington Post por un médico paquistaní canadiense. Me sorprendí al ver que era una rama de olivo. “Si usted apoya la democracia y una solución de dos estados”, escribía el doctor, “usted podría ser anti-Hamas, pro-Israel y pro-Palestina. No se me había ocurrido antes que yo pudiera tener simultáneamente los tres puntos de vista. En nuestra batalla de enlaces, estábamos en la misma página: por lo menos durante en un artículo periodístico.

Borrar las voces con las que no se está de acuerdo publicadas en los medios sociales, aún cuando esas palabras hieran profundamente, puede dar um sentido de liberación. Pero después de los eventos en París, es casi una cobardía. Ahora, cuando alguien publica algo antisemita en los medios sociales, le respondo con las fotos de una mujer musulmana con un cartel que dice «Je suis Judío» y “Judíos y musulmanes se niegan a ser enemigos”. Hasta ahora, esta actitud ha cosechado muchos signos de acuerdo (“like en facebook), conexión a otros enlances o páginas y hasta ser puestos em la sección de “favoritos”. Los medios sociales pueden ser nuestro puente, no nuestra brrera de contención. Podemos utilizar más el tacto y menos la retórica más extrema.

 

English:

Why I stopped defriending everyone on Facebook who disagreed with me

By Susan Shapiro January 20 at 6:00 AM
Susan Shapiro is a New School professor and coauthor of «The Bosnia List.»
(Reuters/Regis Duvignau/Files)

As a journalism professor, I had made a decision to be politically neutral on social media. Then an Egyptian-born former student tweeted about “Israeli war criminals” with a swastika next to the Israeli flag.

I’m a Jew with many beloved relatives in the Holy Land, and I was angry. I wanted to avoid the instant gratification of a sharp response; this issue wouldn’t be solved by broadcasting quips or soundbites to my 10,000 followers and fans, many of whom had taken my classes. But the next day, a Balkan Facebook friend posted a call to “prosecute Israel to stop the Zionist genocide.” My blood pressure spiked. I de-friended him and un-followed my Egyptian student, relieved to blow them both off my news feed.

I rationalized my choice. In the past 21 years, I’d helped people of all backgrounds publish rallying cries against the racism, homophobia and xenophobia they’d experienced. I’d coauthored a book with my Bosnian physical therapist, writing about the ethnic cleansing campaign against Muslims in the 1992 Balkan War. He fixed my damaged spine while I helped him document his childhood trauma. But when Balkanites who’d befriended me traded anti-Israel tirades on Instagram, Twitter and Tumblr, I didn’t want to listen. I wanted to squash it.

I wasn’t alone in blocking the barrage of crude opinions on social media. Hate speech during the Gaza War last summer prompted a Jewish friend to deactivate her Facebook account altogether. Sickened by racist sentiments justifying police brutality in Ferguson, Mo.,  an African American student of mine zapped away the bigots from her lists and contacts, declaring on her Twitter bio: “If discussions on racism make you uncomfortable, avoid everything I write.” Whenever race, religion and violence intersect in the news, the instinct is to excise the other side from your screen.

But the idea of creating an echo chamber of only supportive standpoints is a troubling one. I’d eliminated two people who’d posted comments I’d abhorred, erasing them from sight while perhaps exacerbating the underlying dilemma. These weren’t anonymous Internet trolls or strangers; they were humans I knew and liked in my classroom.

I teach writing part-time at Manhattan’s New School for Social Engagement, founded as a University in Exile in 1933, a haven for scholars fleeing Nazi Germany. After publishing a book condemning prejudice against Bosnian Muslims, I could not cower from defending my own tribe.

When a Syrian American pupil posted “Prosecute Zionist Occupiers” with pictures of Arabs killed by Jews, I let myself be pulled in. In a private message, I wrote, “This last war started when three Israeli teens were murdered and 1,000 missiles were fired at us,” and I repeated President Obama’s remark that “Israel has a right to defend itself against what I consider inexcusable attacks from Hamas.” A Turkish protégée posted a flier about Israel’s “decades-long tyranny of the Palestinians.” I e-mailed him directly, asking “What would you do if your home was attacked by weapons, and your children were kidnapped and killed? Spreading anti-Semitism won’t help anybody.”

“Disagreeing with Israel doesn’t make me anti-Semitic!” he shot back.

It felt messy and uncomfortable. But I forwarded him an Atlantic analysis of how the so-called powerful Jewish lobby was dwarfed by 54 Muslim-majority states in the U.N. The article explained that Internet rage illuminated “open, unabashed expression of vitriolic Jew-hatred,” a reminder that much of the world “is not opposed to Israel because of its settlement policy, but because it is a Jewish country.”

He returned with a Huffington Post piece by a Pakistani Canadian doctor. I was surprised to see it was an olive branch. If you support democracy and a two-state solution, the doctor said, you could be anti-Hamas, pro-Israel and pro-Palestine. It hadn’t occurred to me before that I could simultaneously hold all three views. In our battle of links, we were on the same page — for at least one article.

Erasing voices you don’t agree with on social media, even when their words cut deeply, might feel freeing. But after the events in Paris, it’s almost cowardly. Now, when someone posts something anti-Semitic to social media, I reply with photos of a Muslim woman holding a sign that reads “Je suis Juif” and Jews and Muslims refusing to be enemies. So far they’ve garnered many likes, shares and favorites. Using more tact and less extreme rhetoric, social media can be our bridge, not our blockade.