Filipenses 2:5-11
LA HUMILLACIÓN DE JESÚS
“Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz”.
Filipenses 2:8
La encarnación del Hijo de Dios es uno de los más grandes misterios de la historia. Hay un Dios que existe en tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Estos tres son de la misma sustancia, y comparten el mismo poder y gloria desde la eternidad y hasta la eternidad, como afirman los credos de la iglesia.
Pero para alcanzar nuestra redención, Dios Hijo se despojó de su gloria y se hizo hombre. En la plenitud de los tiempos nació de una mujer, bajo la ley, para ser el pago de nuestro rescate y nuestro substituto (ver Gálatas 4:4-5). Siendo Dios, se hizo humano; siendo rico, se hizo pobre; siendo Señor, se hizo siervo.
El Hijo de Dios entró en el tiempo y se vistió de piel humana. “Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz”. Incluso ante las aflicciones más severas, no desistió de su propósito de salvarnos. Aunque fue perseguido, escupido y aplastado por la furia de los pecadores, los amó hasta el final. Aunque dio su vida en obediencia y se entregó a sí mismo a la muerte, triunfó sobre la muerte en su gloriosa resurrección. A través de esa humillación extrema, Jesús fue exaltado para recibir el nombre sobre todo nombre, abriéndonos el camino a la vida eterna con Dios. Y si hoy mucha gente no reconoce la grandeza de su obra, un día lo harán, aunque ya sea demasiado tarde.
Padre, para salvarnos, tu Hijo se humilló y se sometió a la muerte en una cruz. Se despojó a sí mismo, tomando la forma de siervo, para dar su vida por nosotros, aunque éramos sus enemigos. ¡En él te exaltamos! Amén.